Carlos Alberto Manzo Rodríguez no era un funcionario cualquiera: era un guardián de su gente. Sabía a lo que se enfrentaba —lo dijo con palabras claras: “estoy incomodando a intereses políticos criminales”— y aun así eligió el camino más difícil: plantar cara al terror que se ha instalado en muchas partes de México. Lo hizo por libertad, por dignidad, por su pueblo.
El 1 de noviembre le arrebataron la vida. Lo mataron frente a su gente, con su hijo en brazos. Lo mataron en presencia de su familia, que desde el primer momento decidió no abandonar la lucha que él había puesto en marcha. Esa escena es una herida abierta para Michoacán y para todo el país: es la evidencia más cruda de que la violencia no sólo mata cuerpos, sino también esperanzas.
Pero lo que duele más que la bala es la omisión. Cuando el Estado se retrae, cuando el gobierno federal se convierte en cómplice por inacción o por pactos con quienes lucran con la sangre, la descomposición se acelera. La omisión no es neutral: es decisión. Y cuando esa decisión permite que el crimen avance, deja de ser política para convertirse en corrupción.
Hay que decirlo con todas sus letras: la omisión mata. Y quien calla, consiente. Hoy toca cuidarnos de que con Carlos Manzo no se vaya también la capacidad de insurgir contra la impunidad; toca evitar que su muerte sea solo un titular más en la cuenta del horror. Es obligación ciudadana —y premura institucional— exigir que su sacrificio tenga justicia real y castigo efectivo para quienes panean el poder junto al crimen.
Si la democracia significa algo, es resistir cuando quienes deberían protegernos se quedan mirando. Mantener vivo el coraje de los michoacanos no es ponerlo en un altar: es convertirlo en acción política, en exigencia de rendición de cuentas, en un voto y en una voz que no se doble. Porque dejar pasar este crimen sin sanción no sólo sería aceptar su muerte: sería aceptar que la omisión es la nueva forma de corrupción que nos devora.
La omisión también es corrupción. La omisión también mata.