El 15 de septiembre Claudia Sheinbaum hizo historia: fue la primera presidenta en dar el Grito de Independencia. Vestida de morado, rodeada de una escolta femenina y nombrando a heroínas olvidadas, todo fue símbolo de libertad y empoderamiento. El país festejó entre fuegos artificiales, música y orgullo patrio.
Pero mientras gritábamos ¡Viva México!, en el Congreso se movía otra historia: una reforma para recortar el amparo, esa herramienta que los ciudadanos usamos para detener abusos de autoridad.
El discurso oficial es atractivo: acabar con los privilegios de quienes se amparan para proteger fortunas dudosas o evadir responsabilidades. Y sí, todos sabemos de cierto gobernador que presume, usa y hasta compra amparos como si fueran medallas. El abuso existe.
El problema es que esta reforma no solo toca a los poderosos, sino a todos. Significa que el ciudadano común tendrá menos posibilidad de frenar una arbitrariedad inmediata: desde un cobro indebido hasta una obra pública que amenaza su patrimonio. Mientras los de arriba seguirán teniendo abogados para protegerse, los de abajo quedaremos más expuestos.
El amparo es el último candado contra la arbitrariedad. Si se debilita, la libertad que nos vendieron en el balcón dura lo mismo que los fuegos artificiales: segundos. Esa es la verdadera cruda del Grito.